Nada queda de la posible efigie de la Virgen, que acaso resultase destruida en el incendio de 1434-1435, que dejó en cenizas el retablo que había en la Capilla.
La imagen que veneramos actualmente como Ntra. Sra. del Pilar, es una efigie de madera de 36 cm de altura, labrada según los cánones de la mejor escultura gótica europea de la primera mitad del S. XV por Juan de la Huerta.
Esta imagen nos evoca las palabras de la Virgen en el Magnificat: “Dios ha mirado la humillación de su esclava”, de una imagen tan pequeña se pone de manifiesto la grandeza de María. Una grandeza que no radica en su apariencia externa, sino que es grandeza de alma, grandeza de corazón, la grandeza de la que es “dichosa por haber creído” (Lc 1,45). Por esta Fe audaz es bienaventurada. Y esta Bienaventuranza de María es extensible a todos sus hijos, a los que recibimos la vida que nuestra Madre nos trasmite.
Esta imagen representa a María como Madre y Reina, hace valer su amor de Madre y su poder de Reina ante el Trono de Dios. Ella es verdaderamente nuestro “pilar”, la que nos sustenta en la fe para que Dios pueda hacer también en nosotros obras grandes (Lc 1, 49).
El Niño Jesús aparece desnudito y despreocupado sentado en la mano de María, como si en Ella tuviese su Trono. Nos invita a este abandono confiado a su Corazón Inmaculado, en el que hemos de poner nuestro asiento si queremos que su fe haga asiento en nosotros.
Somos “el avecilla” del Niño Jesús, el juguetito que pone María en su mano para consuelo de su Hijo. Por eso, somos de María, vivimos nuestra consagración a Ella para dejar que nos ofrezca a Jesús.
Esta «avecilla» está con sus alas abiertas porque es sujeta a Jesús, a sus mandamientos y a lo que su Voluntad pide en cada momento, como toma vuelo y alturas insospechadas, y sirve de consuelo a su dulce Dueño. No se preocupa más que darle contento, pues ya sabe que Jesús se preocupa de dar alimento a las aves del cielo (Mt 6, 26) y que no dejará que caigan a tierra sin permiso del Padre (Mt 10, 29).