Por el bautismo fuimos incorporados a Cristo, fue entonces que recibimos a María como Madre Espiritual para sostén de nuestra fe. De pequeños no fuimos conscientes de ello; por eso, hasta no tener ese conocimiento experimental de quien es la Virgen y de su encomienda como Madre recibida al pie de la cruz, no nace el deseo sincero de Consagración personal a Ella para “acogerla en nuestra casa como algo propio” (Jn 19, 27), como nuestra Madre que es.
San Luis Mª G. de Monfort dice que María “alojada en nuestra casa nos forma, alimenta y nos da a luz para la vida eterna; echan raíces sus virtudes y el Espíritu Santo, encontrando a su Esposa hace sus obras de la Gracia”. Y afirma también “que una de las razones por las que no hace obras grandes por nosotros, es porque no tenemos una unión grande y estrecha con su Esposa”. Por tanto, es necesario mantener el vínculo, el nexo de unión, acogerla como «algo tan propio», tan nuestro, que tenga entera libertad para hacer y deshacer en nuestra vida a su antojo. Hemos puesto en su mano las llaves de nuestra casa. Ella, con esa sensibilidad femenina que solo tienen las mujeres, sabrá poner el cuidado en cada detalle para que todo esté ordenado en nosotros hacía su fin último: la entrega a Dios y a su servicio.
El término “en casa” es indicativo de familiaridad, la Virgen debe ser alguien familiar para nosotros. Tenemos que llegar a la misma familiaridad que tuvo Jesús con Ella y que luego tuvo San Juan.